Avisos espirituales del Padre Francisco
Cap. I: Del cuerpo del Señor
Dice el Señor Jesús
a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino
por mí. Si me conocierais a mí, ciertamente conoceríais también a mi Padre; y
desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Le dice Felipe: Señor, muéstranos
al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y
no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn
14,6-9). El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios
nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Por eso no puede ser visto sino en el
espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada
(Jn 6,64). Pero ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por nadie de
otra manera que el Padre, de otra manera que el Espíritu Santo. De donde todos
los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según
el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron.
Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las
palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino,
y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el
santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se condenan, como lo
atestigua el mismo Altísimo, que dice: Esto es mi cuerpo y mi sangre del nuevo
testamento, [que será derramada por muchos] (cf. Mc 14,22.24); y: Quien come mi
carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55). De donde el espíritu
del Señor, que habita en sus fieles, es el que recibe el santísimo cuerpo y
sangre del Señor. Todos los otros que no participan del mismo espíritu y se
atreven a recibirlo, comen y beben su condenación (cf. 1 Cor 11,29).
De
donde: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis de pesado corazón? (Sal 4,3).
¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que
diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la
Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente
desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote. Y como
se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos
muestra a nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne,
sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían
que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos
corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo
y verdadero. Y de este modo siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo
dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt
28,20).
Cap. II: Del mal de la propia voluntad
Dijo el Señor a Adán: Come de todo árbol, pero del árbol de la ciencia del bien
y del mal no comas (cf. Gén 2,16.17). Podía comer de todo árbol del paraíso,
porque, mientras no contravino a la obediencia, no pecó. Come, en efecto, del
árbol de la ciencia del bien, aquel que se apropia su voluntad y se enaltece del
bien que el Señor dice y obra en él; y así, por la sugestión del diablo y la
transgresión del mandamiento, vino a ser la manzana de la ciencia del mal. De
donde es necesario que sufra la pena.
Cap. III: De la perfecta
obediencia
Dice el Señor en el Evangelio: El que no renuncie a
todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: El que quiera
salvar su vida, la perderá (Lc 9,24). Deja todo lo que posee y pierde su cuerpo
el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su
prelado. Y todo lo que hace y dice que él sepa que no es contra la voluntad del
prelado, mientras sea bueno lo que hace, es verdadera obediencia. Y si alguna
vez el súbdito ve cosas mejores y más útiles para su alma que aquellas que le
ordena el prelado, sacrifique voluntariamente sus cosas a Dios, y aplíquese en
cambio a cumplir con obras las cosas que son del prelado. Pues ésta es la
obediencia caritativa, porque satisface a Dios y al prójimo. Pero si el
prelado le ordena algo que sea contra su alma, aunque no le obedezca, sin
embargo no lo abandone. Y si a causa de eso sufriera la persecución de algunos,
ámelos más por Dios. Pues quien sufre la persecución antes que querer separarse
de sus hermanos, verdaderamente permanece en la perfecta obediencia, porque da
su vida por sus hermanos. Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven
cosas mejores que las que les ordenan sus prelados, miran atrás y vuelven al
vómito de la propia voluntad; éstos son homicidas y, a causa de sus malos
ejemplos, hacen que se pierdan muchas almas.
Cap. IV: Que nadie
se apropie la prelacía
No he venido a ser servido, sino a
servir, dice el Señor (cf. Mt 20,28). Aquellos que han sido constituidos sobre
los otros, gloríense de esa prelacía tanto, cuanto si hubiesen sido destinados
al oficio de lavar los pies a los hermanos. Y cuanto más se turban por la
pérdida de la prelacía que por la pérdida del oficio de lavar los pies, tanto
más acumulan en la bolsa para peligro de su alma.
Cap. V: Que
nadie se ensoberbezca, sino que se gloríe en la cruz del Señor
Considera, oh hombre, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios,
porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su
semejanza según el espíritu. Y todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por
sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú. Y aun los demonios no
lo crucificaron, sino que tú, con ellos, lo crucificaste y todavía lo crucificas
deleitándote en vicios y pecados. ¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte?
Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia y supieras
interpretar todo género de lenguas e investigar sutilmente las cosas
celestiales, de ninguna de estas cosas puedes gloriarte; porque un solo demonio
supo de las cosas celestiales y ahora sabe de las terrenas más que todos los
hombres, aunque hubiera alguno que hubiese recibido del Señor un conocimiento
especial de la suma sabiduría. De igual manera, aunque fueras más hermoso y más
rico que todos, y aunque también hicieras maravillas, de modo que ahuyentaras a
los demonios, todas estas cosas te son contrarias, y nada te pertenece, y no
puedes en absoluto gloriarte en ellas; por el contrario, en esto podemos
gloriarnos: en nuestras enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa
cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Cap. VI: De la imitación del
Señor
Consideremos todos los hermanos al buen pastor, que por
salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le
siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la
enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor
la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de
Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos
recibir gloria y honor.
Cap. VII: Que el buen obrar siga a la
ciencia
Dice el Apóstol: La letra mata, pero el espíritu
vivifica (2 Cor 3,6). Son matados por la letra aquellos que únicamente desean
saber las palabras solas, para ser tenidos por más sabios entre los otros y
poder adquirir grandes riquezas que dar a consanguíneos y amigos. Y son matados
por la letra aquellos religiosos que no quieren seguir el espíritu de la divina
letra, sino que desean más bien saber únicamente las palabras e interpretarlas
para los otros. Y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos
que no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que, con
la palabra y el ejemplo, la devuelven al altísimo Señor Dios, de quien es todo
bien.
Cap. VIII: Del pecado de envidia, que se ha de evitar
Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo
(1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno (Rom 3,12).
Por consiguiente, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice
y hace en él, incurre en el pecado de blasfemia, porque envidia al mismo
Altísimo, que dice y hace todo bien.
Cap. IX: Del amor
Dice el Señor: Amad a vuestros enemigos, [haced el bien a los que os odian,
y orad por los que os persiguen y calumnian] (Mt 5,44). En efecto, ama de verdad
a su enemigo aquel que no se duele de la injuria que le hace, sino que, por amor
de Dios, se consume por el pecado del alma de su enemigo. Y muéstrele su amor
con obras.
Cap. X: Del castigo del cuerpo
Hay
muchos que, cuando pecan o reciben una injuria, con frecuencia acusan al enemigo
o al prójimo. Pero no es así, porque cada uno tiene en su poder al enemigo, es
decir, al cuerpo, por medio del cual peca. Por eso, bienaventurado aquel siervo
que tiene siempre cautivo a tal enemigo entregado en su poder, y se guarda
sabiamente de él; porque, mientras haga esto, ningún otro enemigo, visible o
invisible, podrá dañarle.
Cap. XI: Que nadie se altere por el
pecado de otro
Al siervo de Dios nada debe desagradarle, excepto
el pecado. Y de cualquier modo que una persona peque, si por esto el siervo de
Dios se turba y se encoleriza, y no por caridad, atesora para sí una culpa (cf.
Rom 2,5). El siervo de Dios que no se encoleriza ni se conturba por cosa alguna,
vive rectamente sin propio. Y bienaventurado aquel que no retiene nada para sí,
devolviendo al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21).
Cap. XII: De cómo conocer el espíritu del Señor
Así
se puede conocer si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si, cuando el
Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne se exalta, porque
siempre es contraria a todo lo bueno, sino que, más bien, se tiene por más vil
ante sus propios ojos y se estima menor que todos los otros hombres.
Cap. XIII: De la paciencia
Bienaventurados los
pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). El siervo de Dios no
puede conocer cuánta paciencia y humildad tiene en sí, mientras todo le suceda a
su satisfacción. Pero cuando venga el tiempo en que aquellos que deberían
causarle satisfacción, le hagan lo contrario, cuanta paciencia y humildad tenga
entonces, tanta tiene y no más.
Cap. XIV: De la pobreza de
espíritu
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos
es el reino de los cielos (Mt 5,3). Hay muchos que, perseverando en oraciones y
oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una
sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se
les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de
espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama
a aquellos que lo golpean en la mejilla.
Cap. XV: De la paz
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).
Son verdaderamente pacíficos aquellos que, con todo lo que padecen en este
siglo, por el amor de nuestro Señor Jesucristo, conservan la paz en el alma y en
el cuerpo.
Cap. XVI: De la limpieza del corazón
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son
verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan
las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al
Señor Dios vivo y verdadero.
Cap. XVII: Del humilde siervo de
Dios
Bienaventurado aquel siervo que no se exalta más del bien
que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de
otro. Peca el hombre que quiere recibir de su prójimo más de lo que él no quiere
dar de sí al Señor Dios.
Cap. XVIII: De la compasión del prójimo
Bienaventurado el hombre que soporta a su prójimo según su fragilidad en
aquello en que querría ser soportado por él, si estuviera en un caso semejante.
Bienaventurado el siervo que devuelve todos los bienes al Señor Dios, porque
quien retiene algo para sí, esconde en sí el dinero de su Señor Dios (Mt 25,18),
y lo que creía tener se le quitará (Lc 8,18).
Cap. XIX: Del
humilde siervo de Dios
Bienaventurado el siervo que no se tiene
por mejor cuando es engrandecido y exaltado por los hombres, que cuando es
tenido por vil, simple y despreciado, porque cuanto es el hombre delante de
Dios, tanto es y no más. ¡Ay de aquel religioso que ha sido puesto en lo alto
por los otros, y por su voluntad no quiere descender! Y bienaventurado aquel
siervo que no es puesto en lo alto por su voluntad, y siempre desea estar bajo
los pies de los otros.
Cap. XX: Del religioso bueno y del
religioso vano
Bienaventurado aquel religioso que no encuentra
placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas
conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría. ¡Ay de aquel religioso
que se deleita en las palabras ociosas y vanas y con ellas conduce a los hombres
a la risa!
Cap. XXI: Del religioso frívolo y locuaz
Bienaventurado el siervo que, cuando habla, no manifiesta todas sus cosas
con miras a la recompensa, y no es ligero para hablar, sino que prevé sabiamente
lo que debe hablar y responder. ¡Ay de aquel religioso que no guarda en su
corazón los bienes que el Señor le muestra y no los muestra a los otros con
obras, sino que, con miras a la recompensa, ansía más bien mostrarlos a los
hombres con palabras! Él recibe su recompensa, y los oyentes sacan poco fruto.
Cap. XXII: De la corrección
Bienaventurado el siervo
que soporta tan pacientemente la advertencia, acusación y reprensión que procede
de otro, como si procediera de sí mismo. Bienaventurado el siervo que,
reprendido, benignamente asiente, con vergüenza se somete, humildemente confiesa
y gozosamente satisface. Bienaventurado el siervo que no es ligero para
excusarse, sino que humildemente soporta la vergüenza y la reprensión de un
pecado, cuando no incurrió en culpa.
Cap. XXIII: De la humildad
Bienaventurado el siervo a quien se encuentra tan humilde entre sus
súbditos, como si estuviera entre sus señores. Bienaventurado el siervo que
permanece siempre bajo la vara de la corrección. Es siervo fiel y prudente el
que, en todas sus ofensas, no tarda en castigarse interiormente por la
contrición y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra.
Cap. XXIV: Del verdadero amor
Bienaventurado el siervo
que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como
cuando está sano, que puede recompensarle.
Cap. XXV: De nuevo
sobre lo mismo
Bienaventurado el siervo que ama y respeta tanto
a su hermano cuando está lejos de él, como cuando está con él, y no dice nada
detrás de él, que no pueda decir con caridad delante de él.
Cap.
XXVI: Que los siervos de Dios honren a los clérigos
Bienaventurado el siervo que tiene fe en los clérigos que viven rectamente según
la forma de la Iglesia Romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues,
aunque sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque solo el Señor
en persona se reserva el juzgarlos. Pues cuanto mayor es el ministerio que ellos
tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos
reciben y ellos solos administran a los demás, tanto más pecado tienen los que
pecan contra ellos, que los que pecan contra todos los demás hombres de este
mundo.
Cap. XXVII: De la virtud que ahuyenta al vicio
Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni ignorancia. Donde hay
paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación. Donde hay pobreza con
alegría, allí no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y meditación, allí
no hay preocupación ni vagancia. Donde está el temor de Dios para custodiar su
atrio, allí el enemigo no puede tener un lugar para entrar. Donde hay
misericordia y discreción, allí no hay superfluidad ni endurecimiento.
Cap. XXVIII: Hay que esconder el bien para que no se pierda
Bienaventurado el siervo que atesora en el cielo los bienes que el Señor le
muestra, y no ansía manifestarlos a los hombres con la mira puesta en la
recompensa, porque el Altísimo en persona manifestará sus obras a todos aquellos
a quienes le plazca. Bienaventurado el siervo que guarda en su corazón los
secretos del Señor.
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