1. Clausuramos con esta liturgia solemne tanto la
conmemoración del XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y
Pablo como el año que hemos llamado de la fe. Pues hemos dedicado este
año a conmemorar a los santos apóstoles, no sólo con la intención de testimoniar
nuestra inquebrantable voluntad de conservar íntegramente el depósito de la
fe (cf. 1Tim 6,20), que ellos nos transmitieron, sino también con la
de robustecer nuestro propósito de llevar la. misma fe a la vida en este tiempo
en que la Iglesia tiene que peregrinar era este mundo.
2. Pensamos que es ahora nuestro deber manifestar públicamente nuestra gratitud
a aquellos fieles cristianos que, respondiendo a nuestras invitaciones, hicieron
que el año llamado de la fe obtuviera suma abundancia de frutos, sea dando una
adhesión más profunda a la palabra de Dios, sea renovando en muchas comunidades
la profesión de fe, sea confirmando la fe misma con claros testimonios de vida
cristiana. Por ello, a la vez que expresamos nuestro reconocimiento, sobre todo
a nuestros hermanos en el episcopado y a todos los hijos de la Iglesia católica,
les otorgamos nuestra bendición apostólica.
3. Juzgamos además que debemos cumplir el mandato confiado por Cristo a Pedro,
de quien, aunque muy inferior en méritos, somos sucesor; a saber: que
confirmemos en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32).
Por lo cual, aunque somos conscientes de nuestra pequeñez, con aquella inmensa
fuerza de ánimo que tomamos del mandato que nos ha sido entregado, vamos a hacer
una profesión de fe y a pronunciar una fórmula que comienza con la palabra
creo, la cual, aunque no haya que llamarla verdadera y propiamente
definición dogmática, sin embargo repite sustancialmente, con algunas
explicaciones postuladas por las condiciones espirituales de esta nuestra época,
la fórmula nicena: es decir, la fórmula de la tradición inmortal de la santa
Iglesia de Dios.
4. Bien sabemos, al hacer esto, por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo
tocante a la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo
de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son
o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos
católicos como cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia
juzga que es obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y
más en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación
manan para todos, y, a la vez,proponerlos a los hombres de las épocas
sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener
sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de
investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto
sucediera —y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría la
perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos.
5. A este propósito, es de suma importancia advertir que, además de lo que es
observable y de lo descubierto por medio de las ciencias, la inteligencia, que
nos ha sido dada por Dios, puede llegar a lo que es, no sólo a
significaciones subjetivas de lo que llaman estructuras, o de la evolución de la
conciencia humana. Por lo demás, hay que recordar que pertenece a la
interpretación o hermenéutica el que, atendiendo a la palabra que ha sido
pronunciada, nos esforcemos por entender y discernir el sentido contenido en tal
texto, pero no innovar, en cierto modo, este sentido, según la arbitrariedad de
una conjetura.
6. Sin embargo, ante todo, confiarnos firmísimamente en el Espíritu Santo, que
es el alma de la Iglesia, yen la fe teologal, en la que se apoya
la vida del Cuerpo místico. No ignorando, ciertamente, que los hombres esperan
las palabras del Vicario de Cristo, satisfacemos por ello esa su expectación con
discursos y homilías, que nos agrada tener muy frecuentemente. Pero hoy se nos
ofrece la oportunidad de proferir una palabra más solemne.
7. Así, pues, este día, elegido por Nos para clausurar el año llamado de la fe,
y en esta celebración de los santos apóstoles Pedro y Pablo, queremos prestar a
Dios, sumo y vivo, el obsequio de la profesión de fe. Y como en otro tiempo, en
Cesárea de Filipo, Simón Pedro, fuera de las opiniones de los hombres, confesó
verdaderamente, en nombre de los doce apóstoles, a Cristo, Hijo del Dios vivo,
así hoy su humilde Sucesor y Pastor de la Iglesia universal, en nombre de todo
el pueblo de Dios, alza su voz para dar un testimonio firmísimo a la Verdad
divina, que ha sido confiada a la Iglesia para que la anuncie a todas las
gentes.
Queremos que esta nuestra profesión de fe sea lo bastante completa y explícita
para satisfacer, de modo apto, a la necesidad de luz que oprime a tantos fieles
y a todos aquellos que en el mundo —sea cual fuere el grupo espiritual a que
pertenezcan— buscan la Verdad.
Por tanto, para gloria de Dios omnipotente y de nuestro Señor Jesucristo,
poniendo al confianza en el auxilio de la Santísima Virgen María y de los
bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, para utilidad espiritual y progreso de
la Iglesia, en nombre de todos los sagrados pastores y fieles cristianos, y en
plena comunión con vosotros, hermanos e hijos queridísimos, pronunciamos ahora
esta profesión de fe.
Unidad y Trinidad de Dios
8. Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas
visibles —como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida— y de las cosas
invisibles —como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles[1]—
y también Creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal[2].
9. Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia
como en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia
infinita, en su providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es,
como él mismo reveló a Moisés (cf. Ex 3,14), él es Amor, como nos
enseñó el apóstol Juan (cf. 1Jn 4,8) de tal manera que estos dos nombres,
Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que quiso
manifestarse a si mismo a nosotros y que, habitando la luz inaccesible
(cf. 1Tim 6,16), está en si mismo sobre todo nombre y sobre todas las
cosas e inteligencias creadas. Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto
y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo,
de cuya vida eterna estamos llamados por la gracia a participar, aquí, en la
tierra, en la oscuridad de la fe, y después de la muerte, en la luz sempiterna.
Los vínculos mutuos que constituyen a las tres personas desde toda la eternidad,
cada una de las cuales es el único y mismo Ser divino, son la vida íntima y
dichosa del Dios santísimo, la cual supera infinitamente todo aquello que
nosotros podemos entender de modo humano[3].
Sin embargo, damos gracias a la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan
testificar con nosotros ante los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan
el misterio de la Santísima Trinidad.
10. Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos
en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el
Espíritu Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor
sempiterno de ellos. Así, en las tres personas divinas, que son
eternas entre sí e iguales entre sí[4], la vida y la felicidad de Dios
enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia suma y gloria
propia de la esencia increada; y siempre hay que venerar la unidad en la
trinidad y la trinidad en la unidad[5].
Cristología
11. Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. El es el Verbo eterno,
nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u
homoousios to Patri; por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó
por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre:
igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre
según la humanidad[6],
completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse)
de la sustancia, sino por unidad de la persona
[7].
12. El mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó
el reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento
nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el
camino de las bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y
mansos, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser
misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la
justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del
mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la
sangre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer
día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida divina, que
es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con
gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios
méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida
eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al
fuego que nunca cesará. Y su reino no tendrá fin.
El Espíritu Santo
13. Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el
Hijo, es juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue
enviado por Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina,
vivifica, protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no
desechen la gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al
hombre de responder a aquel precepto de Cristo: Sed perfectos como también es
perfecto vuestro Padre celeste (cf Mt 5,48).
Mariología
14. Creemos que la Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la
Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo
[8]
y que ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su Hijo
redimida de modo más sublime [9],
fue preservada inmune de toda mancha de culpa original
[10] y que supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás
criaturas[11].
15. Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la encarnación y
de la redención [12], la Beatísima
Virgen María, Inmaculada,
terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria celeste [13], y hecha
semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la
suerte de todos los justos; creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva,
Madre de la Iglesia [14],
continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los
miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida
divina en cada una de las almas de los hombres redimidos
[15].
Pecado original
16. Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original
cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un
estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado
ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en
nuestros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y
en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta
naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que
antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al
imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido,
todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento,
que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por
propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno[16].
17. Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la
cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada
uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol:
Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (cf.
Rom 5,20).
18. Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo
para el perdón de los pecados. Que el bautismo hay que conferirlo también a
los niños, que todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de
modo que, privados de la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo,
del agua y del Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús
[17].
La Iglesia
19. Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por
Jesucristo sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de
Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la
vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante
aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por bienes celestes, germen y
comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los sufrimientos de la
redención se continúan a través de la historia humana, y que con todas las
fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después del fin
de los tiempos en la gloria celeste [18].
Durante el transcurso de los tiempos el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio
de los sacramentos, que manan de su plenitud
[19]. Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del
misterio de la muerte y la resurrección de Jesucristo, por la gracia del
Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve
[20]. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no
goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se
alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y
manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo
que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar
de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.
20. Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por
medio de aquel Israel, cuyos libros sagrados conserva con amor y cuyos
patriarcas y profetas venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los
apóstoles, cuya palabra siempre viva y cuyos propios poderes de pastores
transmite fielmente a través de los siglos en el Sucesor de Pedro y en los
obispos que guardan comunión con él; gozando finalmente de la perpetua
asistencia del Espíritu Santo, compete a la Iglesia la misión de conservar,
enseñar, explicar y difundir aquella verdad que, bosquejada hasta cierto punto
por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el Señor Jesús.
Nosotros creemos todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios
escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o
con magisterio ordinario y universal, para ser creídas como divinamente
reveladas[21]. Nosotros creemos en
aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex
cathedra[22] y que reside también
en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio
[23].
21. Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó,
es sin cesar una por la fe, y el culto, y el vinculo de la comunión jerárquica
[24]. La abundantísima variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta
Iglesia o la diferencia legítima de patrimonio teológico y espiritual y de
disciplina peculiares no sólo no dañan a la unidad de la misma, sino que
más bien la manifiestan[25].
22. Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera de la
estructura de la Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de
santificación y verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la
unidad católica[26], y creyendo, por
otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos
de Cristo el deseo de esta unidad [27],
esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena comunión de la
única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor.
23. Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación.
Porque sólo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo,
que es la Iglesia, se nos hace presente
[28]. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y
aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia,
buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo
de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la
conciencia, ellos también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce,
pueden conseguir la salvación eterna
[29].
Eucaristía
24. Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote
representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el
sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los
miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se
hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como
el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en
su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la
cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en
el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos
que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que
continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es
verdadera, real y sustancial[30].
25. En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera
que por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la conversión
de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las
propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual
conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conveniente y propiamente
transustanciación. Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna
inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner
a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro
espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de
modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están
verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del
pan y del vino[31], como el mismo Señor
quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su Cuerpo místico
[32].
26. La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los
cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios
lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La
misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el
Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón
vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación
ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos
ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha
hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos.
Escatología
27. Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en
la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo
(cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también
que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la
cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que
consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables
de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los
bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios;
finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más
abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia
para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los
hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no
tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14),
los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a
que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la
paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos,
sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran
solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades
de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es
otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos,
ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de
congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe
interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este
mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.
28. Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que
mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con
el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en
seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón— constituyen el Pueblo de
Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la
resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.
29. Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se
congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la
bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es[33]
y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los
santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo
glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud
ayudan grandemente nuestra flaqueza [34].
30. Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que
peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que
gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y
creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor
misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a
nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis (cf. Lc
10,9-10; Jn 16,24). Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza,
esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero.
Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén.
Notas [1] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei
Filius: Denz.-Schön. 3002. [2] Cf. enc. Humani generis: AAS 42
(1950) 575; Con. Lateran. V: Denz.-Schön. 1440-1441. [3] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei
Filius: Denz.-Schön. 3016. [4]
Símbolo
Quicumque: Denz.-Schön. 75. [5]
Ibíd. [6]Ibíd., n. 76.
[7]Ibíd. [8] Cf. Conc.
Efes.: Denz.-Schön. 251-252. [9] Cf.
Concilio Vaticano II, constitución dogmática
Lumen gentium, 53. [10]
Cf. Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: Acta p. 1 vol. 1 p. 616.
[11] Cf.
Lumen gentium, 53. [12]
Cf. Ibíd., n. 53.58.61.. [13] Cf. Const. apost.
Munificentissimus Deus: AAS 42 (1950) 770.
[14]
Lumen gentium, 53.56.61.63; cf. Pablo Vl, Al. en el cierre de la III
sesión del concilio Vat. II: AAS 56 (1964), 1016; exhort. apost. Signum
magnum: AAS 59 (1967) 465 y 467.
[15]
Lumen gentium, 62; cf. Pablo Vl, exhort. apost. Signum magnum:
AAS 59 (1967) 468. [16] Cf. Conc.
Trid., ses.5: Decr. De pecc. orig.: Denz-Schön. 1513
[17] Cf. Conc. Trid.,
ibíd.,: Denz-Schön. 1514. [18]
Cf.
Lumen gentium, 8 y 50. [19]
Cf. Ibíd., n.7.11.. [20]
Cf. Conc. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium n. 5.6;
Lumen gentium
n.7.12.50. [21] Cf. Conc. Vat. I,
Const. Dei Filius: Denz-Schön. 3011.
[22] Cf. Ibíd., Const. Pastor aeternus: Denz-Schön. 3074..
[23] Cf.
Lumen gentium, n. 25. [24]
Ibíd., n. 8.18-23; decret.
Unitatis redintegratio, n. 2.
[25] Cf.
Lumen gentium, n. 23; decret.
Orientalium Ecclesiarum, n. 2.3.5.6..
[26] Cf.
Lumen gentium
, n. 8. [27] Cf. Ibíd., n. 15. [28] Cf. Ibíd., n. 14.. [29] Cf. Ibíd., n. 16. [30] Cf. Conc. Trid., ses. 13: Decr.
De Eucharistia: Denz-Schön. 1651.. [31] Cf. Ibíd.: Denz-Schön. 1642;
Pablo Vl, Enc.
Mysterium fidei:
AAS 57 (1965) 766.. [32] Cf. Santo Tomás,
Summa Theologica III, q.73 a.3
[33]1Jn 3, 2; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus:
Denz-Schön. 1000. [34]
Lumen gentium, n. 49.