Los 7 Dones del Espíritu Santo
EL DON DE TEMOR DE DIOS
Los dones del Espíritu Santo son todos perfectísimos;
pero, sin duda alguna, existe entre ellos una jerarquía que determina
diferentes grados de excelencia y perfección.
Esta escala jerárquica comienza en la base con el don
de temor y acaba en la cumbre con el don de sabiduría, que es el más sublime
y excelente de todos. Vamos, pues, a empezar con el estudio del don de
temor.
1. ¿Es posible que Dios sea temido?
El Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, comienza
la larga y magnífica cuestión que dedica en su obra fundamental al don de
temor de Dios, preguntando si Dios puede ser temido.
A primera vista parece, efectivamente, que Dios no
puede ni debe ser temido. Y esto en virtud de dos argumentos muy claros y
sencillos:
a) El objeto del temor es un mal futuro que puede
sobrevenirnos.
Pero de Dios, que es la suma bondad, no puede
sobrevenirnos ningún mal. Luego no puede ni debe ser temido.
b) El temor se opone a la esperanza, como enseñan los
filósofos.
Pero tenemos suma esperanza en Dios.
Luego no podemos temerle a la vez.
A pesar de estas dificultades, es cosa clara y
evidente que Dios puede y debe ser temido rectamente.
No es posible temer a Dios en cuanto bien supremo y
futura bienaventuranza del hombre; en este sentido es objeto únicamente de
amor y deseo.
Pero Dios es también infinitamente justo, que odia y
castiga el pecado del hombre; y, en este sentido, puede y debe ser temido,
por cuanto puede infligirnos un mal en castigo de nuestras culpas.
A la primera dificultad se responde que la culpa del
pecado no viene de Dios como su autor, sino de nosotros mismos, por cuanto
nos apartamos de El.
El castigo o pena de ese pecado, sí viene de Dios,
porque es una pena justa, y, por lo mismo, un bien.
Pero el que Dios justamente nos inflija una pena
sucede primordialmente por culpa de nuestros pecados, según leemos en el
libro de la Sabiduría: «Dios no hizo la muerte; pero los impíos la trajeron
con sus obras y palabras» (Sabiduría 1,13-16).
La segunda dificultad se desvanece diciendo que en
Dios se ha de considerar la justicia, por la que castiga a los pecadores, y
la misericordia, por la que nos libra.
Con la consideración de su justicia se suscita en
nosotros el temor, y con la consideración de su misericordia nos invade la
esperanza.
De este modo, bajo diversos aspectos, Dios es objeto
de esperanza y de temor.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que hay muchas
clases de temor, y no todas son perfectas, ni siquiera virtuosas.
Vamos a precisarlo inmediatamente.
2. Diferentes clases de temor.
Pueden distinguirse cuatro clases de temor muy
distintos entre sí:
1) Temor mundano.
— Es aquel que no vacila en ofender a Dios para
evitar un mal temporal (verbi gracia, apostatando de la fe para evitar los
tormentos del tirano que la persigue).
Está bien claro que este temor no. solamente no es
virtuoso, sino que constituye un gran pecado, puesto que se prefiere un bien
creado (la propia vida, en este caso) al amor del bien increado, que es el
mismo Dios.
Por eso dice Cristo en el Evangelio: «El que halla su
vida, la pierde; pero el que la perdiere por amor de mí, la hallará» (Mateo
10,39).
A este género de temor mundano se reducen, en mayor o
menor grado, los pecados que se cometen por respetos humanos.
Bien lejos de esta clase de temor mundano estaba
Santa Teresa de Jesús cuando decía que prefería ser «ingratísima contra todo
el mundo» antes que ofender en un solo punto a Dios.
2) Temor servil.
—Es propio del siervo, que sirve a su señor por miedo
al castigo que, de no hacerlo, podría sobrevenirle.
Hay que distinguir dos modalidades en esta clase de
temor:
a) Si el miedo al castigo constituye la razón única
de evitar el pecado, constituye un verdadero pecado, puesto que nada le
importa la ofensa de Dios, sino únicamente el temor al castigo (verbi
gracia, el que dijera: «Cometería el pecado si no hubiera infierno»).
Es malo y pecaminoso, porque, aunque de hecho evita
la materialidad del pecado, incurre formalmente en él por el afecto que le
profesa; no le importaría para nada la ofensa de Dios si no llevara consigo
la pena.
En este sentido se llama temor servilmente servil y
es siempre malo y pecaminoso.
é) Si el miedo al castigo no es la causa única ni
próxima, pero acompaña a la causa primera y principal (que es el temor de
ofender a Dios), es bueno y honesto, porque, en fin de cuentas, rechaza el
pecado principalmente porque es ofensa de Dios y, además, porque nos puede
castigar si lo cometemos.
Es el llamado dolor de atrición, que la Iglesia
declara bueno y honesto contra la doctrina de los protestantes y jansenistas
Se le llama también temor simplemente servil.
3) Temor filial imperfecto.
—Es aquel temor que evita el pecado porque nos
separaría de Dios, a quien amamos. Es el temor propio del hijo que ama a su
padre y no quiere separarse de él.
Ya se comprende que esta clase de temor es muy bueno
y honesto. Pero todavía no es del todo perfecto, puesto que tiene en cuenta
todavía el castigo propio que le sobrevendría: la separación del padre y,
por lo mismo, del cielo.
Aunque es muy superior al temor simplemente servil,
puesto que el castigo que teme proviene del amor que profesa a su padre, y
no del miedo a otra clase de penas.
Es el llamado temor inicial, que ocupa un lugar
intermedio entre el servil y el propiamente filial, como vamos a ver.
4) Temor filial perfecto.
—Es el propio del hijo amoroso, pendiente de las
órdenes del padre, al que no desobedecerá únicamente por no disgustarle,
aunque no le amenazara a él ninguna clase de pena o de castigo.
Es él temor perfectísimo del que sabe decir con toda
verdad: «Aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno,
te temiera».
Ahora bien, ¿cuál de estos temores es don del
Espíritu Santo?
Es evidente que ni el mundano ni el servil pueden
serlo.
No el mundano, porque es pecaminoso: teme más perder
al mundo que a Dios, a quien abandona por el mundo.
Ni tampoco el servil, porque, aunque, de suyo, no es
malo, puede darse también en el pecador mediante una gracia actual que le
mueva al dolor de atrición por el temor de la pena.
Este temor es ya una gracia de Dios que le mueve al
arrepentimiento, pero todavía no está conectado con la caridad ni, por
consiguiente, con los dones del Espíritu Santo.
Según Santo Tomás, sólo el amor filial perfecto entra
en el don de temor, porque se funda directamente en la caridad y reverencia
hacia Dios como Padre.
Pero como el temor filial imperfecto (temor inicial)
no difiere sustancialmente del filial perfecto, también el imperfecto entra
a formar parte del don de temor, aunque sólo en sus manifestaciones
incipientes o imperfectas.
A medida que crece la caridad, se va purificando este
temor inicial, perdiendo su modalidad servil, que todavía teme la pena, para
fijarse únicamente en la culpa en cuanto ofensa de Dios Con estas nociones
ya podemos abordar la naturaleza íntima del don de temor.
3. Naturaleza del don de temor.
El don de temor es uno de los más complejos y
difíciles de precisar con toda exactitud y rigor teológico. En lo que tiene
de más íntimo y positivo, podríamos dar de él la siguiente definición:
El don de temor es un hábito sobrenatural por el cual
el justo, bajo el instinto del Espíritu Santo y dominado por un sentimiento
reverencial hacia la majestad de Dios, adquiere docilidad especial para
apartarse del pecado y someterse totalmente a la divina voluntad.
De momento baste con esta noción general. Al precisar
más abajo las principales virtudes con las que se relaciona y los admirables
efectos que produce en el alma la actuación del don de temor, acabaremos de
perfilar la naturaleza íntima de este admirable don.
4. Su modo deiforme.
Dios es la causa suprema y ejemplar de todos los
dones sobrenaturales que hemos recibido de su divina liberalidad. Pero
parece que con relación al don de temor no es posible encontrar en El
ninguna suerte de ejemplaridad, ya que en Dios es absolutamente imposible la
existencia de cualquier clase de temor.
«La ejemplaridad divina —escribe a este propósito el
padre Philipon—, que salta a la vista en todos los demás dones del Espíritu
Santo, es difícil de percibir en el don de temor. Compréndele sin esfuerzo
que los dones intelectuales tengan por prototipo la inteligencia, la
ciencia, la sabiduría y el consejo de Dios. El don de piedad es como una
imitación de la glorificación que Dios halla en sí mismo, en su Verbo. Y el
don de fortaleza, como un reflejo de la omnipotencia y la inmutabilidad
divinas. Pero ¿cómo descubrir en Dios un modelo del don de temor?
Sí que lo hay: su alejamiento de todo mal, es decir,
su santidad infinita, que comunica a los hombres y a los ángeles, que
«tiemblan» ante El; algo de su pureza divina, inaccesible al más mínimo
mancillamiento y dotada de un poder soberanamente eficaz contra todas las
formas del mal.
El Espíritu de Dios es un Espíritu de temor, lo mismo
que lo es de amor, de inteligencia, de ciencia, de sabiduría, de consejo, de
fortaleza y de piedad.
En su acción personal en lo más íntimo del alma, el
Espíritu del Padre y del Hijo transmite algo de la infinita detestación del
pecado que existe en Dios mismo, y de su voluntad de oponerse al «mal de
culpa», y de su ordenación del «mal de pena» por su vengadora justicia para
su mayor gloria y para restituir el orden en el universo.
Un sentimiento análogo es participado, en el fondo de
las almas, bajo la influencia directa del Espíritu de temor: ante todo, una
detestación enérgica del pecado, dictada por la caridad; además, un
sentimiento de reverencia para con la infinita grandeza de aquel cuya
soberana bondad merece ser el fin supremo de cada uno de nuestros actos, sin
la menor desviación egoísta hacia el pecado. El modo deiforme del Espíritu
de temor se mide por la santidad de Dios».
5. Virtudes relacionadas.
Los dones del Espíritu Santo se relacionan
íntimamente entre sí y con todo el conjunto de las virtudes cristianas, ya
que unos y otras son inseparables de la caridad sobrenatural, que es la
forma de todas las virtudes y dones, el alma de todos ellos. Sin embargo,
cada uno de los dones se relaciona especialmente con alguna o algunas
virtudes infusas, a las que se encarga de perfeccionar por su gran afinidad
con ellas. El don de temor se relaciona muy especialmente con la esperanza,
la templanza, la religión y la humildad. Vamos a verlo con detalle.
a) La esperanza.
— El hombre siente natural propensión a amarse
desordenadamente a si mismo, a presumir que algo es, algo vale, algo puede
en orden a conseguir su propia bienaventuranza. Es el pecado de presunción,
contrario por exceso a la virtud de la esperanza, que únicamente arrancara
de raíz el don de temor al damos un sentimiento sobrenatural y vivísimo de
nuestra radical impotencia ante Dios, que traerá como consecuencia el
apoyarnos únicamente en la omnipotencia auxiliadora de Dios, que es,
cabalmente, el motivo formal de la esperanza cristiana.
Sin la actuación intensa del don de temor, esta
última nunca llegará a ser del todo perfecta.
«La esperanza —escribe a este propósito el P,
Philipon— induce al alma humana, consciente de su fragilidad y de su
miseria, a refugiarse en Dios, cuya omnipotencia misericordiosa es la única
que puede librarla de todo mal. Así, el espíritu de temor y la esperanza
teologal, el sentido de nuestra debilidad y el de la omnipotencia de Dios,
se prestan en nosotros mutuo apoyo.
El don de temor se convierte así en uno de los más
preciosos auxiliares de la esperanza cristiana. Cuanto más débil y miserable
se siente uno, cuanto más capaz de todas las caídas, más se acoge a Dios,
como se cuelga el niño de los brazos de su padre».
b) La templanza.
—El don de temor mira principalmente a Dios,
haciéndonos evitar cuidadosamente todo cuanto pueda ofenderle, y, en éste
sentido, perfecciona la virtud de la esperanza, como ya hemos dicho. Pero
secundariamente puede mirar a cualquier otra cosa de la que el hombre se
aparte para evitar la ofensa de Dios. Y en este sentido corresponde al don
de temor corregir la tendencia más desordenada que el hombre experimenta —la
de los placeres carnales— , reprimiéndola mediante el temor divino, ayudando
y reforzando la virtud de la templanza, que es la encargada de moderar
aquella tendencia desordenada.
Sin el refuerzo del don de temor, la virtud de la
templanza se encontraría impotente para vencer siempre y en todas partes el
ímpetu de las pasiones desordenadas.
c) La religión.
—Como es sabido, la religión es la virtud encargada
de regular el culto debido a la majestad de Dios. Cuando esta virtud es
perfeccionada por el don de temor, alcanza su máximo exponente y plena
perfección.
El culto a la divinidad se llena entonces de ese
temor reverencial que experimentan los mismos ángeles ante la majestad de
Dios: tremunt potestates; de ese temor santo que se traduce en profunda
adoración ante la perfección infinita de Dios: «Santo, Santo, Santo es el
Señor Dios de los ejércitos» (Isaías 6,3).
El modelo supremo de esta reverencia ante la grandeza
y majestad de Dios es el mismo Cristo. Si nos fuera dado contemplar la
humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante el Verbo de
Dios, al que estaba unida hipostáticamente, es decir, formando una sola
persona divina con El.
Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo en
nuestras almas a través del don de temor. El cuida de fomentarla en
nosotros, pero moderándola y fusionándola con el don de piedad, que pone en
nuestra alma un sentimiento de amor y de filial ternura, fruto de nuestra
adopción divina, que nos permite llamar a Dios Padre nuestro.
d) La humildad.
—El contraste infinito entre la grandeza y santidad
de Dios y nuestra increíble pequeñez y miseria es el fundamento y la raíz de
la humildad cristiana; pero sólo el don de temor, actuando intensamente en
el alma, lleva la humildad a la perfección sublime que admiramos en los
santos. Escuchemos a un teólogo contemporáneo explicando esta doctrina:
«Ama el hombre, ante todo, su grandeza, dilatarse y
ensancharse más de lo que le corresponde, lo cual constituye el orgullo, la
soberbia; mas la humildad le reduce a sus debidos límites para que no
pretenda ser más de lo que es según la regla de la razón. Y sobre esto viene
a actuar el don de temor, sumergiendo al alma en el abismo de su nada ante
el todo de Dios, en las profundidades de su miseria ante la infinita
justicia y majestad divinas.
Y así, penetrada el alma por este don, como es nada
delante de Dios y no tiene de su parte más que su miseria y su pecado, no
intenta por sí misma grandeza ni gloria alguna fuera de Dios, ni se juzga
merecedora de otra cosa que de desprecio y castigo. Sólo así puede la
humildad llegar a su perfección: y tal era la humildad que vemos en los
santos, con un desprecio absoluto de sí mismos».
Al lado de estas cuatro virtudes fundamentales, el
don de temor deja también sentir su influencia sobre otras varias,
relacionadas de algún modo con aquéllas. No hay ninguna virtud que, a través
de alguna teologal o cardinal, deje de recibir la influencia de algún don. Y
así, a través de la templanza, el don de temor actúa sobre la castidad,
llevándola hasta la delicadeza más exquisita; sobre la mansedumbre,
reprimiendo totalmente la ira desordenada; sobre la modestia, suprimiendo en
absoluto cualquier movimiento desordenado interior o exterior; y combate las
pasiones que, juntamente con la vanagloria, son hijas de la soberbia: la
jactancia, la presunción, la hipocresía, la pertinacia, la discordia, la
réplica airada y la desobediencia.
6. Efectos del don de temor en las almas.
Son inapreciables los efectos santificadores que
produce en las almas la actuación del don de temor, a pesar de ser el último
y menos perfecto de todos. He aquí los principales:
1) Un vivo sentimiento de la grandeza y majestad de
Dios, que las sumerge en una adoración profunda, llena de reverencia Y
humildad.
— Es el efecto más característico del don de temor,
que se desprende de su propia definición. El alma sometida a su acción se
siente transportada con fuerza irresistible ante la grandeza y majestad de
Dios, que hace temblar a los mismos ángeles: tremunt potestates.
Delante de esa infinita majestad se siente nada y
menos que nada, puesto que es una nada pecadora. Y se apodera de ella un
sentimiento tan fuerte y penetrante de reverencia, sumisión y acatamiento,
que quisiera deshacerse y padecer mil muertes por Dios.
Entonces es cuando la humildad llega a su colmo.
Sienten deseos inmensos de «padecer y ser despreciados por Dios» (San Juan
de la Cruz).
No se les ocurre tener él más ligero pensamiento de
vanidad o presunción. Ven tan claramente su miseria, que, cuando les alaban,
les parece que se burlan de ellos (Cura de Ars).
Santo Domingo de Guzmán se ponía de rodillas a la
entrada de los pueblos, pidiendo a Dios que no castigase a aquel pueblo
donde iba a entrar tan gran pecador. Llegados a estas alturas, hay un
procedimiento infalible para atraerse la simpatía y amistad de estos siervos
de Dios: injuriarles y llenarles de improperios (Santa Teresa de Jesús).
Este respeto y reverencia ante la majestad de Dios se
manifiesta también en todas las cosas que dicen de algún modo relación a El.
La iglesia u oratorio, el sacerdote, los vasos sagrados, las imágenes de los
santos..., todo lo miran y tratan con grandísimo respeto y veneración. El
don de piedad produce también efectos semejantes; pero desde otro punto de
vista, como veremos en su lugar correspondiente. Este es el aspecto del don
de temor que continuará eternamente en el cielo Allí no será posible —dada
la absoluta impecabilidad de los bienaventurados— el temor dé la ofensa de
Dios; pero permanecerá eternamente, perfeccionada y depurada, la reverencia
y acatamiento ante la infinita grandeza y majestad de Dios, que llenará de
estupor la inteligencia, y el corazón de los santos.
2) Un gran horror al pecado y una vivísima contrición
por haberlo cometido.
—Iluminada su fe por los resplandores de los dones de
entendimiento y ciencia y sometida la esperanza a la acción del don de
temor, que la enfrenta directamente con la majestad divina, el alma
comprende como nunca la malicia en cierto modo infinita que encierra
cualquier ofensa de Dios por insignificante que parezca. El Espíritu Santo,
que quiere purificar más y más al alma para la divina unión, la somete al
don de temor, que le hace experimentar una especie de anticipo del rigor
inexorable con que la justicia divina, ofendida por el pecado, la ha de
castigar en la otra vida si no hace en ésta la debida penitencia. La pobre
alma siente angustias morales, que alcanzan su máxima intensidad en la
horrenda noche del espíritu, antes de alcanzar la cima suprema de la
perfección cristiana. Le parece que está irremisiblemente condenada y que ya
nada tiene que esperar.
En realidad, es entonces cuando la esperanza llega a
un grado increíble de heroísmo, pues el alma llega a esperar «contra toda
esperanza», como Abrahán (Romanos 4,18), y a lanzar el grito sublime de Job:
«Aunque me matare, esperaré en El» (Job 13,15).
El horror que experimentan estas almas ante el pecado
es tan grande, que San Luis Gonzaga cayó desmayado a los pies del confesor
al acusarse de dos faltas veniales muy leves. San Alfonso de Ligorio
experimentó semejante fenómeno al oír pronunciar una blasfemia. Santa Teresa
de Jesús escribe que «no podía haber muerte más recia para mí que pensar si
tenía ofendido a Dios» (Vida 34,10) Y de San Luis Beltrán se apoderaba un
temblor impresionante al pensar en la posibilidad de condenarse, perdiendo
con ello eternamente a Dios. Su arrepentimiento por la menor falta es
vivísimo. De él procede el ansia reparadora, la sed de inmolación, la
tendencia irresistible a crucificarse de mil modos que experimentan
continuamente estas almas. No están locas. Es una consecuencia natural de
las mociones del Espíritu Santo a través del don de temor.
3) Una vigilancia extrema para evitar las menores
ocasiones de ofender a Dios.
—Es una consecuencia lógica el efecto anterior. Nada
temen tanto estas almas como la menor ofensa de Dios. Han visto claro, a la
luz contemplativa de los dones del Espíritu Santo, que en realidad es éste
el único mal sobre la tierra; los demás no merecen el nombre de tales. ¡Qué
lejos están estas almas de meterse voluntariamente en las ocasiones de
pecado! No hay persona tan aprensiva que hulla con tanta rapidez y presteza
de un enfermo apestado como estas almas de la menor sombra o peligro de
ofender a Dios. Esta vigilancia extrema y atención, constante hace que esas
almas. vivan, bajo la moción especial del Espíritu Santo, con una pureza de
conciencia tan grande, que a veces hace imposible —por falta de materia— la
recepción de la absolución sacramental, a menos de someter a ella alguna
falta de la vida pasada, sobre la que recaiga nuevamente el dolor y
arrepentimiento.
4) Desprendimiento perfecto de todo lo creado.
—El don de ciencia— como veremos produce este mismo
efecto, pero desde otro punto de vista. Es que los dones, como ya dijimos,
están mutuamente conectados entre sí y con la caridad y se entrelazan e
influyen mutuamente Se comprende perfectamente. El alma que a través del don
de temor ha vislumbrado un relámpago de la grandeza y majestad de Dios, ha
de estimar forzosamente como basura y estiércol todas las grandezas creadas
(Filipenses 3,8). Honores, riquezas, poderío, dignidades..., todo lo
considera menos que paja, como algo indigno de merecer un minuto de
atención.
Recuérdese el efecto que produjeron en Santa Teresa
las joyas que le enseñó en Toledo su amiga doña Luisa de la Cerda: no le
cabía en la cabeza que la gente pueda sentir aprecio por unos cuantos
cristalitos que brillan un poco más que los corrientes y ordinarios: «Yo
estaba riéndome entre mí y habiendo lástima de ver lo que estiman los
hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor, y pensaba cuán
imposible me sería, aunque yo conmigo misma lo quisiese procurar, tener en
algo a aquellas cosas si el Señor no me quitaba la memoria de otras»
4. Bienaventuranzas y frutos que de él se derivan.
Según el Doctor Angélico, con el don de temor se
relacionan dos bienaventuranzas evangélicas: la primera «Bienaventurados los
pobres, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5,3)
—y la tercera— «Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán consolados» (Mateo 5,5).
La primera corresponde directamente al don de temor,
ya que, en virtud de la reverencia filial que nos hace sentir ante Dios, nos
impulsa a no buscar nuestro engrandecimiento ni en la exaltación de nosotros
mismos (soberbia) ni en los bienes exteriores (honores y riquezas).
Todo lo cual pertenece a la pobreza de espíritu, ya
se la entienda del aniquilamiento del espíritu soberbio e hinchado —como
dice San Agustín—, ya del desprendimiento de todas las cosas temporales por
instinto del Espíritu Santo, como dicen San Ambrosio y San Jerónimo.
Indirectamente se relaciona también el don de temor
con la bienaventuranza relativa a los que lloran Porque del conocimiento de
la divina excelencia y de nuestra pequeñez y miseria se sigue el desprecio
de todas las cosas terrenas y la renuncia a las delectaciones carnales, con
llanto y dolor de los pasados extravíos. Por donde se ve claro que el don de
temor refrena todas las pasiones, tanto las del apetito irascible como las
del concupiscible. Porque, por el miedo reverencial a la majestad divina
ofendida por el pecado, refrena el ímpetu de las irascibles (esperanza,
desesperación, audacia, temor e ira) y rige y modera el de las
concupiscibles (amor, odio, deseo, aversión, gozo y tristeza). Es, pues, un
don de valor inapreciable, aunque ocupe jerárquicamente el último lugar
entre todos.
De los llamados frutos del Espíritu Santo ( Gálatas
5,22-23), pertenecen al don de temor la modestia, que es una consecuencia de
la reverencia del hombre ante la divina majestad, y la continencia y
castidad, que se siguen de la moderación y encauce de las pasiones
concupiscibles, efecto propio del don de temor.
8. Vicios opuestos.
Al don de temor se opone principalmente la soberbia,
según San Gregorio, más intensamente todavía que a la virtud de la humildad.
Porque el don de temor como hemos visto, se fija ante todo en la eminencia y
majestad de Dios, ante la cual el hombre, por instinto del Espíritu Santo,
siente su propia nada y vileza.
La humildad se fija también preferentemente en la
grandeza de Dios, en contraste con la propia nada; pero a la luz de la
simple razón iluminada por la fe y, por lo mismo, con una modalidad humano e
imperfecta. De donde es manifiesto que el don de temor excluye la soberbia
de un modo más alto que el de la virtud de la humildad.
El temor excluye hasta la raíz y el principio de la
soberbia, como dice Santo Tomás. Luego la soberbia se opone al don de temor
de una manera más profunda y radical que a la virtud de la humildad.
Indirectamente se opone también al don de temor el vicio de la presunción,
que injuria a la divina justicia al confiar excesiva y desordenadamente en
la misericordia. En este sentido, dice Santo Tomás que la presunción se
opone por razón de la materia, o sea en cuanto que desprecia algo divino, al
don de temor, del que es propio reverenciar a Dios.
9. Medios para fomentar este don.
Como ya explicamos en su lugar, los dones del
Espíritu Santo solamente puede ponerlos en ejercicio el propio Espíritu
Santo; a diferencia de las virtudes infusas, que podemos actuarlas nosotros
mismos bajo la influencia de una simple gracia actual, que Dios pone siempre
a nuestra disposición como el aire para respirar. Sin embargo, podemos y
debemos pedir al Espíritu Santo que actúe en nosotros sus dones, haciendo al
mismo tiempo de nuestra parte todo cuanto podamos para disponernos a recibir
la divina moción que pondrá en movimiento los dones. Aparte de los medios
generales para atraerse la mirada misericordiosa del Espíritu Santo
—recogimiento profundo, pureza de corazón, fidelidad exquisita a la gracia,
invocación frecuente del divino Espíritu, etc.
—he aquí algunos medios relacionados más de cerca con
el don de temor:
a) Meditar con frecuencia en la infinita grandeza y
majestad de Dios.
—Nunca, ni con mucho, podremos llegar a adquirir con
nuestros pobres esfuerzos discursivos el conocimiento contemplativo,
vivísimo y penetrante, que proporcionan los dones del Espíritu Santo.
Pero algo podemos hacer reflexionando en el poder y
majestad de Dios, que sacó todas las cosas de la nada al solo imperio de su
voluntad (Génesis 1,1), que llama por su nombre a las estrellas y acuden en
él acto temblando de respeto (Bar 3,33-36), que es más admirable e imponente
que el mar embravecido (Salmo 92,4), que vendrá sobre las nubes del cielo
con gran poder y majestad a juzgar a los vivos y a los muertos (Levitico
21,27) y ante el que eternamente temblarán de respeto los principados y
potestades angélicas: tremunt potestates.
b) Acostumbrarse a tratar a Dios con confianza
filial, pero llena de reverencia y respeto.
—No olvidemos nunca que Dios es nuestro Padre, pero
también el Dios de tremenda grandeza y majestad. Con frecuencia las almas
piadosas se olvidan de esto último y se permiten en el trato con Dios
familiaridades excesivas, llenas de irreverente atrevimiento. Es increíble,
ciertamente, hasta qué punto lleva el Señor su confianza y familiaridad con
las almas que le son gratas, pero es preciso que tome El la iniciativa.
Mientras tanto, el alma debe permanecer en una actitud reverente y sumisa,
que, por otra parte, está muy lejos de perjudicar a la dulce confianza e
intimidad propia de los hijos adoptivos.
c) Meditar con frecuencia en la infinita malicia DEL
PECADO y CONCEBIR UN GRAN HORROR HACIA ÉL.
—Los motivos del amor son de suyo más poderosos y
eficaces que los del temor para evitar el pecado como ofensa de Dios. Pero
también éstos contribuyen poderosamente a detenernos ante el crimen. El
recuerdo de los terribles castigos que Dios tiene preparados para los que
desprecian definitivamente sus leyes sería muy bastante para hacernos huir
del pecado si lo meditáramos con seriedad y prudente reflexión. «Es horrendo
—dice San Pablo— caer en las manos del Dios vivo» (Hebreos 10,31). Hemos de
pensarlo con frecuencia, sobre todo cuando la tentación venga a poner ante
nosotros los halagos del mundo o de la carne. Hay que procurar concebir un
horror tan grande al pecado, que estemos prontos y dispuestos a perder todas
las cosas y aun la propia vida antes que cometerlo. Para ello nos ayudará
mucho la buida de las ocasiones peligrosas, que nos acercarían al pecado; la
fidelidad al examen diario de conciencia, para prevenir las faltas
voluntarias y llorar las que se nos hayan escapado; y, sobre todo, la
consideración de Jesucristo crucificado, víctima propiciatoria por nuestros
crímenes y pecados.
d) Poner especial cuidado en la mansedumbre y
humildad en el trato con el prójimo.
—El que tenga con ciencia clara de que el Dios de la
infinita majestad le ha perdonado misericordiosamente diez mil talentos,
¿cómo osará exigir con altanería y desprecio los cien denarios que acaso
pueda deberle un consiervo hermano suyo? (Mateo 18,23-35), Hemos de perdonar
cordialmente las injurias, tratar a todos con exquisita delicadeza, con
profunda humildad y mansedumbre, teniéndolos a todos por mejores que
nosotros (al menos en cuanto que probablemente no hubieran resistido a la
gracia tanto como nosotros si hubieran recibido los dones que Dios nos ha
dado con tanta abundancia y prodigalidad). El que haya cometido en su vida
algún pecado mortal, ya nunca podrá humillarse bastante: es un «rescatado
del infierno», y ningún lugar tan bajo puede haber fuera de él que no sea
demasiado alto y encumbrado para el que mereció un puesto eterno a los pies
de Satanás.
e) Pedir con frecuencia al Espíritu Santo el temor
reverencial de Dios.
— En fin de cuentas, toda disposición perfecta es un
don de Dios , que sólo por la humilde y perseverante oración podemos
alcanzar. La liturgia católica está llena de fórmulas sublimes: «Se
estremece mi carne por temor a ti y temo tus juicios» (Salmo 118,120);
«Mantén para con tu siervo tu oráculo, que prometiste a los que te temen»
(Salmo 118,38), etc. Estas y otras fórmulas parecidas han de brotar
frecuentemente de nuestro corazón y de nuestros labios, bien convencidos de
que «el temor de Dios es el principio de la sabiduría» (Eclesiastés 1,15) y
de que es menester obrar nuestra salvación «con temor y temblor» (Filipenses
2,12), siguiendo el consejo que nos da el mismo Espíritu Santo por medio del
salmista: «Servid al Señor con temor rendidle homenaje con temblor»
(Salmo.,11).
NOTAS
23 Cf. XI-II q.130 8.2 ad 1; q.21 a.3. 21 «Meditar en
el infierno, por ejemplo, es ver un león tintado; con- templar el infierno
es ver, un león vivo». (P. Lallemant, La doctrina espiritual princ.7 c.4
a.5). Sabido es que la contemplación es efecto de los dones intelectivos del
Espíritu Santo.
18 Cf. II-II q.19 a.12 ad 4. » Cf. San G regorio, I Mor. c.32; M L 75.547AB;
cf. S.Tb. I-II q.68 a.6 ad 2. 21 a. II-n q.161 a.1-2. M Cf- n-II q.19 a.9 ad
4; q.161 a.2 ad 3.
17 Cf. 11-11 q.19 a.12. ia Cf. II-II q.19 a.12 ad 2.
15 a. I-II q.68 a.5 '« Vida 38.4.
La Cf. II II q.19 a.9. 14 Cf. II-TI q.19 a.11.
11 P. Ignacio G. Menéndez-Reigada, L os dones del
Espíritu Santo y la perfección cristiana (Madrid 1948) p.579-580; Cf. II-II
Q,19 a.9 ad 4. 12 Cf. II-II q.132 a.5.
0 Cf. II-II q,141 a .3 ad 3. 10 Prefacio de la misa.
7
Cf. II-II q.19 a.9 ad 1 y 2: q.141 a.l ad 3. 8 O. C„ p.339.
6
* P. Philipon, O. P.» Los dones del 'Espíritu Santo (Barcelona 1966)
p.337-33
5 Cf. II-II q.19 a.8-10.
3 Santa Teresa, Libro de su vida c.5 n.4. 4 Cf. D.
818.898.915.1.303-305.
1 Cf. nuestra Teología de la perfección cristiana
(BAC, Madrid 51968) n.353-358. 2 Cf. II-II q.19 a. i.
Máximas
El castigo o pena de ese pecado, sí viene de Dios,
porque es una pena justa, y, por lo mismo, un bien.
La segunda dificultad se desvanece diciendo que en
Dios se ha de considerar la justicia, por la que castiga a los pecadores, y
la misericordia, por la que nos libra.
Es pecaminoso: teme más perder al mundo que a Dios, a
quien abandona por el mundo.
la recepción de la absolución sacramental, a menos de
someter a ella alguna falta de la vida pasada, sobre la que recaiga
nuevamente el dolor y arrepentimiento.
El que haya cometido en su vida algún pecado mortal,
ya nunca podrá humillarse bastante: es un «rescatado del infierno»